o cómo le hacemos para cambiar el mundo
Uno de los engaños o trampas a los que recurrimos inevitablemente en momentos difíciles o inciertos son la negación o la postergación. Una vez más hablo de ello en primera persona, desde mi experiencia.
¿Que pasa cuando vemos o vivimos algo que no nos gusta, que no sabemos cómo resolver, o que nos da miedo?
Depende del riesgo que implique o de la molestia que nos provoque, pero muchas veces, lo metemos debajo del tapete. Ahí donde no se ve, no se nota y se queda inmóvil, sin ensuciar (a lo mejor con suerte un día desaparece). Esto aplica para muchas situaciones de vida, tanto en el plano personal como en el colectivo. Pero el mundo mejor que queremos todos, no se construye individualmente, sino desde la conciencia colectiva. Y eso es lo que quiero explorar desde aquí.
Cuando hablamos de educación, muchas veces nos viene a la mente la imagen de la escuela, donde el conocimiento se «vierte» en los niños, desde muy temprano. Podemos pensar también en los modales, los valores, y costumbres que aprendemos en la casa, con nuestro clan y que, normalmente, son transmitidos de generación en generación; esa educación no académica que depende más del amor y compromiso de la tribu por las futuras generaciones que del nivel económico, social o cultural, como diría mi mamá —la educación que se mama— y que nos hace ser quien somos realmente. Esto nos lleva a un punto en el cual, quienes no tuvieron acceso a una escuela o familia que les forme en este contexto de «buena educación» quedan un poco al margen, por no decir fuera, son los marginados.
¿Quienes están dentro del círculo? ¿Quienes realmente pueden ver las cosas como son, tanto buenas como malas? ¿Quienes pueden cambiarlas?
A mi parecer, los que asumimos y valoramos la educación a la que tuvimos o tenemos acceso de una manera consciente. Los que sabemos que, esa arma poderosa para cambiar al mundo de la que se habla nos conforma como seres humanos y que; aunque no seamos ratas de biblioteca ni hayamos sido niños de cuadro de honor, aunque nuestra familia no haya sida perfecta; hemos podido sentir la responsabilidad que implica darse cuenta y a veces, ha sido demasiado grande o compleja para asumirla. Tal vez, sea mejor no verla, la ponemos debajo del tapete y esperamos a que alguien un día, simplemente y porque si, la sacuda para siempre de nuestra conciencia. Pero, siendo realistas, sabemos que esto no sucede. Y entonces, ¿Qué se puede hacer?
Esa ha sido una pregunta constante, presente y recurrente por lo menos en mi. Hay mil factores que pueden alinearse o no, para que cada quien como persona se comprometa con el bienestar común. Lo ideal creo yo, para los adultos, es reeducarnos, aunque no sea fácil. Desaprender y desarticular viejos paradigmas para poder re-aprender de una manera funcional a enfrentar los retos que vivimos en este milenio. Muchos problemas que enfrentamos local y globalmente han surgido por la falta de empatía y tolerancia hacia formas de pensar y vivir que son distintas a la nuestra y que amenazan, de alguna manera, nuestra estructura; la manera como aprendimos a ver el mundo y fuimos «educados». No nos damos cuenta que, al no poder ver y aceptar otras realidades, estamos poniendo resistencia para crear nuevas posibilidades que integren la cultura de paz, de colaboración y sobre todo, que nos permita acompañar a las nuevas generaciones a construir el mundo en el que quieren vivir. Los saberes y acciones que se necesitan hoy, no son en muchos casos los que aprendimos o crecimos normalizando; necesitan revisarse, y actualizarse. Hoy con la pandemia que nos acompaña con su sombra de incertidumbre, lo tenemos mas claro que nunca, lo que ya sabemos hacer, está bien, pero no es suficiente. Necesitamos asumir la responsabilidad de levantar el tapete, sacudir, reestructurar, reorganizar y adaptarnos en lo individual y en lo colectivo, para poder evolucionar hacia un mundo mejor.
Foto: Juan Carlos Herrera (2014)

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